Hacía tiempo que quería volver a verla. La última vez que estuvimos fue hace tanto tiempo que ya no me acuerdo. ¡Mentira! Me acuerdo perfectamente cada parte de su cuerpo, cada lunar de su espalda... hasta de ese cojín que tiene en la base de la columna. Un montoncito de carne suave y cálida que me pone mal cada vez que lo recuerdo. Pasaron muchas mujeres desde esa vez. Tantas como víctimas para Morgana (Morgana, nombre raro, muy antiguo...), pero nunca dejé de buscar en todas ellas ese almohadoncito de carne. La pienso demasiado... Irónicamente lo volví a ver... en una pintura de Ingres... "La Gran Odalisca ". Que pena, las mujeres ya no tienen esos excesos eróticos de carne. Se volvieron todas demasiado andróginas, con aristas y no con curvas y redondeces. Añoro esas épocas donde refugiarse en los brazos de una mujer era llegar a un puerto seguro de calidez y suavidad. Debido a ella dejé de sentir cosas por las otras mujeres. Las cacerías se hacen monótonas y previsibles. Sé cada uno de los movimientos de mi víctima. Maldita sea, me quito la emoción, el oler a las víctimas. Buscarle ese olor corporal característico. Una vez leí que los africanos consideran que el hombre blanco tiene olor a muerto. Me divirtió bastante. Y es cierto, tantos potingues y perfumes tapan el olor único e irrepetible de cada uno, que renace cuando uno termina de hacer el amor. Ese olor, algunas veces acre, otras dulce... como de almendras o de miel en algunas mujeres... Nunca lo dije, pero, me extasían los olores. Muchas veces cazo mujeres que no me gustan demasiado, solo porque tienen "ese olor"... un olor maravilloso. Pena ser mal escritor, no hay palabras para definirlo, debe olerse y sentirse uno envuelto en ese maravilloso olor para entenderlo. Ella lo tiene, el olor más excitante que pude haber olido. Y ella lo desconoce. Es mejor para todos, igual que un pequeño país en poder de la más poderosa bomba que jamás existió. Y nunca debe saberlo, sino, tal vez nunca más pueda volver a ver la luz del día, si no es a través de la luz de esos ojos verdes. Esa tarde volvía a verla, en todo su esplendor. Sentada en un banco de la plaza, cerca de mi trabajo. Estaba leyendo un libro, el sol alumbraba su cabello como la melena de un león. Su piel seguía blanca espectral, aunque tenía un pequeño colorcito... debido al calor tal vez. Me quedé observándola un buen rato. Ella no veía a nadie (o fingía no ver, en realidad...), creo que sabía que la miraba y sentía el sádico placer de ignorarme... No intenté acercarme, hubiera sido fatal (por lo menos para mí). Un mes después la vi en el subte (supongo que debe ser su lugar favorito). Iba mezclada entre la gente, como ausente. Había perdido el aire de "cazadora". Tenía aspecto extraviado. Sus ojos ya no brillaban tanto, tenían una lámina acuosa. Daba la impresión que en cualquier momento rompía en llanto. Un tipo muy extraño se sentó a mi lado. Llevaba en su mano un diario arrugado y un abrigo largo hasta los pies en verde inglés. Una barbita en punta adornaba su mentón. Las cejas eran dos arcos de color rojo en una cara un poco demacrada. También la miraba, pero con una mueca desolada. - Pobrecita, es muy desgraciada - dijo muy bajo, como para que yo solo lo oyera. Me di vuelta a mirarlo, pero él fingió leer el diario. - ¿Qué me dijo? - pregunté enfrentándolo. - Es triste... ver a alguien tan desgraciado, ¿no le parece? - él se volvió a mirarme. - No sé que quiere decir. - Si que lo sabe... sabe de quien estoy hablando - la señaló con un dedo huesudo. - ¿La conoce? - Por supuesto, soy su padre. Eso me tomó por sorpresa. Nunca esperé esa respuesta. Lo observé mejor. Tenía el cabello entrecano, pero se notaba alguna hebra roja. La perilla era también roja, pero lo más extraño eran sus manos. Por un instante creí ver dos hoyos grandes en sus palmas. Mi escrutinio no le gustó. Cerró el diario con un golpe y me azotó la rodilla con él. - Deje de preguntarse qué soy. Soy lo mismo que usted, aunque algo más viejo y de un linaje más puro. Sonreí. Igual que yo. Pero, ¿que era yo? Ese señor decía saber qué era... A lo mejor tenía suerte y descubría mi verdadero yo. - Hijo, usted es un híbrido. Es mezcla de íncubo y humano. Igual que ella. Solo que Morgana tiene la suerte de contar con su padre. Es una pena que usted no tenga la misma dicha. Se acercaba la estación Pasteur, donde debíamos bajar ambos. No sabía que hacer. Si acercarme, si mandar al carajo a ese viejo loco. Si preguntarle a mi madre con quién pasaba las noches que mi padre estaba ausente... - ¿Nunca se preguntó porque tiene tanto éxito con las mujeres a pesar de no ser un Adonis? Me levanté rápido, el viejo fue mucho más veloz y me tomó de la pierna. - Manténgase alejado de ella. Es alguien muy frágil para que la destroce de esa manera. No sé si todavía estamos a tiempo. Los íncubos y los súcubos nunca deben mezclarse. Ustedes rompieron una regla de oro. Si vuelvo a verlo cerca de ella, la va a pasar muy mal. La amenaza sonó débil, y eso realmente me hizo levantar presión. Lo tomé de las solapas y lo alcé un palmo del suelo. No pesaba nada. Fue como levantar un globo lleno de gas. - Ningún viejo neurótico me va a decir que tengo que hacer. Si usted es un demonio, yo soy Scarlett O'Hara. El viejo sonrió, mostrando unos dientes amarillos. Eso me repugnó un poco. Sin embargo, mirándolo bien, el parecido con Morgana era indudable. Lo solté. Muy flemáticamente estiró las solapas de su sobretodo, me miró y luego se alejó, desapareciendo entre la muchedumbre. Mi cabeza era un lío. Según ese viejo yo era un demonio, eso me causó mucha gracia. Subí las escaleras riendo para mis adentros. Ella iba a 50 metros de distancia. Me hubiera gustado acercarme, pero recordé la advertencia. En realidad lo que realmente me molestaba era que ella haya perdido ese aire de triunfo y ahora estuviera tan triste. Las amenazas del viejo no significaban nada, la que me preocupaba era ella. Decidí hacer un experimento. Si como me dijo el viejo tenía poderes, los iba a usar con alguien muy difícil. Siempre fantaseé con historias de íncubos y súcubos, sin embargo nunca creí una palabra de esa mitología judeocristiana absurda. Solo cuando estuve con ella logré creer las historias demoníacas. Ella era lo más parecido a un diablito que existe. Y ahora ese misterioso padre hace su aparición. Entré a la morgue. Llegué a mi oficina. Por suerte no había trabajo pendiente. Me senté en mi escritorio y apoyé los pies en último cajón que mantenía abierto a ese fin. Debía descubrir mis ocultos poderes. Bebí un trago de una petaca que guardaba en el cajón superior. - Beatriz - me dije en voz baja. Beatriz era la secretaria del "gran jefe". Mujer hombruna, no muy linda, con todo el aspecto de un marimacho, las malas lenguas decían que era lesbiana. Si podía con ella, realmente era un demonio. Me acerqué a la oficina del Dr. Pérez Acosta, el "gran jefe" para nosotros. Beatriz bebía una taza de té y tipeaba algo en la computadora. - ¿Necesita algo? - dijo en cuanto me vio, con cara de pocos amigos. Me acerqué con una sonrisa en los labios. Le dije que se veía bonita esa mañana. Ella desplegó una sonrisa llena de dientes y enrojeció. Era la primera vez que la veía sonreír de esa manera. Hasta tenía un aire juvenil y femenino. Distraídamente deslicé una mano por su antebrazo. Pude sentir su excitación. - Quiero saber si está el doctor - dije con voz cansina. - No, se tomó vacaciones - mientras cerraba la puerta con llave. La observé en silencio abrirse la severa blusa. Me mostró un busto casi inexistente ahogado en un corpiño color beige. - ¿Qué te pasa, Beatriz? - interrogué divertido con su reacción. Tenía éxito, pero, ninguna mujer se me había lanzado de esa manera, a pesar de las muchas que pasaron por mi vida. Bueno, tal vez una, solo una, la única... "Debo sacármerla de la cabeza" - recapacité mientras sufría el ataque de Beatriz que de iceberg se había convertido en ninfómana. Tiraba de mi corbata, quería abrirme la camisa por la fuerza y buscaba con desesperación mi boca. Yo no estaba en vena de seductor. Había ido allí por una respuesta y ya la tenía. El experimento fue un éxito, pero se estaba desbordando. Le tomé las dos manos firmemente y la miré a los ojos. Ella se detuvo y me observó con expresión asustada. - Perdón - musitó. Eso fue demasiado. El descubrimiento que había hecho fue muy duro para mí. Descubrir las cualidades que adornaban mi "inmortal" persona me dejó lleno de ira y quería vengarme en alguien. Imágenes se agolparon en mi cerebro, Morgana, el viejo, hasta mi madre. Tenía frente a mí a esa mujer de busto escaso y bozo debajo de su nariz. Vi rojo, todo en rojo y negro. Usé mi corbata para atarla al picaporte de la puerta. No me importaron sus gritos de temor. - Un aullido más y te amordazo - dije entre dientes. Debí sonar muy amenazador, ya que se calló inmediatamente. Grandes lagrimones corrían por su rostro, chorretones negros de rimmel..Saqué mi cinturón y le apliqué un par de correazos en su espalda. Pronto se puso color morada. Ella aguantaba el castigo sin una palabra. De pronto vi la escena en un reflejo del vidrio de la ventana y no me gustó nada. La vi tan fea, tan patética que ni siquiera me dieron ganas de hacerle nada. La presencia de Morgana era demasiado vívida para descargarme en esta triste criatura. La desaté y le sequé las lágrimas. Ella me echó los brazos al cuello y me besó en la boca. Un beso muy apasionado. Algunas gotas de rimmel cayeron en mi camisa azul. Ella sonrió a modo de disculpa, se puso la blusa y siguió tomando su té y tipeando, como si la escena anterior nunca hubiera sucedido. Miré mi reloj. Habían pasado diez minutos dentro de la oficina del "gran jefe", para mí fueron diez siglos. Ahora tenía conciencia de que era, que el viejo tenía razón y maldita sea, Morgana jamás podría ser mía. Lo de ella no era cobardía, era mera supervivencia... Pasaron dos meses y un día inexplicablemente me encontraba desesperado, sentía una opresión en el pecho. Entonces, decidí llegar a su casa, fui a buscarla. Toqué el timbre del portero eléctrico. Su voz sonó adormilada. Preguntó quién era. Solo dije mi nombre. La puerta se abrió. Subí los 8 pisos por la escalera. No quería esperar el ascensor. Saltaba los escalones de dos en dos. La puerta del departamento estaba abierta. Ella estaba en el sofá con las manos cubriendo su cara. Su perfume enloquecedor llenaba toda la estancia. - Estuve con tu padre - fue lo único que se me ocurrió decir. - Ya sé - su voz no era la misma. Su cabello lucía deslucido, sus ojos opacos. - Qué te pasa, por favor, decime - me arrodillé a sus pies y le tomé las manos temblorosas. - Me estoy muriendo - fue su respuesta. La abracé. Parecía un gorrión herido. Hundió su nariz en mi pecho. - Me estoy muriendo de lo único que nos puede matar... de amor. En cada uno te busco y solo encuentro pedacitos. Pero, rápidamente se desvanece la ilusión y otra vez, nuevamente... sigo buscando. No tengo paz. La herida es demasiado profunda. No supe que decir. Conmovido la llevé alzada a la habitación y la cubrí con las mantas. Besé su cabello y le acaricié la espalda desnuda hasta que cerró los ojos. Cómo empezó esto? Qué fue lo que sucedió para que hayamos sido juguetes del destino de esta manera? Rompí una regla que no sabía que existía. Y la estaba matando, a lo único que realmente me importaba. Una sombra me cubrió. El viejo del subte estaba en la puerta de la habitación. - Haga algo, ¡su hija se muere! - grité impotente. Entró en la habitación y se sentó al otro lado de la cama. - El amor es realmente fulminante. Una vez que uno de los nuestros se enamora, su sangre se vuelve veneno y nos mata lenta y dolorosamente. Musitó mi nombre entre sueños. Su voz sonaba cascada. Tuve miedo. Miedo por ella y por mí. Y la abracé mientras se volvía más y más pálida. Su olor se iba diluyendo... El viejo nos dejó a solas. Ya nada se podía hacer. Su hija más hermosa agonizaba. Y yo me moría con ella...
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