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Despedida

Fui puntual. Llegué a las once y veinte a la esquina de Florida y Roque Sáenz Peña. La calle inexplicablemente se veía desierta. Buenos Aires es una ciudad noctámbula. Esa noche, parecía el Sahara... Nadie... Eso me puso un poco nervioso, por no decir que me aterró terriblemente. Me senté al pie del monumento que está frente al Bank Boston. Hacía frío pese a ser casi verano. Era un frío que se te colaba por debajo de la ropa y se clavaba en la piel como alfileres. Los minutos pasaban y el viejo no llegaba. Metí las manos en los bolsillos de la campera. Sentía los dedos helados y la cabeza me latía de dolor. Varias veces pensé en volver a mi casa y olvidarme de esta locura, pero, luego la recordaba y me sentía mal por mi maldad.

Allí veo al viejo, caminando con su paso vivaz. Se acercó a mí con expresión dolida e invitó a pararme con un gesto de su mano.

- Estás a tiempo, podes volverte.
Moví la cabeza negativamente. Me puse de pie.
- Vamos... que no esperan.

Encaminó sus pasos a la boca del subte. Yo lo seguí, convencido de encontrar la reja puesta. La entrada estaba abierta y una luz verdosa iluminaba el túnel. Era una luz que no salía de las lámparas que colgaban del techo. Mas bien salía desde el piso, como fosforescente. Caminábamos hacia las escaleras mecánicas. Estaban funcionando. Miré al viejo y él me hizo un gesto con la cabeza para que observara con atención al final de la escalera.

Tres enanos hacían mover la maquinaria. La fuerza de sus piernas era impresionante y sus ojos eran carbunclos encendidos. Cuando llegamos a su altura, uno de ellos escupió al viejo en pleno rostro. Sin inmutarse, le cruzó la cara con una sonora bofetada. El enano siguió pedaleando mientras gritaba al viejo en algo que me pareció sánscrito. Él movió su mano derecha con elegancia, en un gesto displicente. Volví a verle la palma agujereada.

- ¿Por qué hizo eso? - pregunté.
- Son esclavos. Necesitan provocar para ser castigados.
- ... a mi no me hicieron nada...
- Es que no pueden verte. No estás muerto.

Otro misterio. Seguimos caminando. La luz seguía siendo verdosa y espectral. Nos acercamos al vagón. Un personaje extraño custodiaba la puerta. Llevaba una larga barba entrecana. No tenía cabello en la cabeza, ni siquiera cejas. Vestía un largo saco gris y unos pantalones anchos. Sus ojos también eran carbunclos y la cara carecía de expresión.

El viejo levantó la mano derecha y el personaje lo imitó. No se hablaron, solo mantuvieron un rato las manos unidas. Se soltaron y el viejo me llevó a un costado. Sacó una moneda del bolsillo de su abrigo y la deslizó dentro del bolsillo de mi campera.

- Bueno, aquí nos separamos. Ahora debes seguir camino solo. Con esa moneda pagarás el viaje a Caronte. Él te va a llevar donde está Morgana. Por lo demás, tendrás que arreglarte solo. Y acordate de Orfeo!!!

Tomé la moneda. Debía tener unos tres mil años. Era una moneda griega. Me acerqué a Caronte. El viejo apuró el paso para salir del andén. La última vez que lo vi, se acercaba a la salida. Caronte estiró la mano. Pensé en el Caronte de la leyenda, el botero. Este conducía un subte, como cambian los tiempos!!!

De pronto, la repuesta de Caronte sonó en mi cabeza. - "¿Es que acaso ves algún río subterráneo aquí?" Así que esa era la manera de comunicarse, mediante telepatía. Esto realmente se ponía bueno. Ahora solo quedaba preguntar por Morgana.

Caronte tomó la moneda y se hizo a un lado para dejarme entrar al vagón. Era un vagón común, iluminado por la luz espectral. Casi todos los asientos estaban ocupados. Todos sus ocupantes eran pasajeros al infierno. Y todos estaban muertos. Los ojos le brillaban. Todos clavaron sus ojos inquietantes en mí, el único con los ojos sin brillo. Quise hacerme chiquito y desaparecer. Me senté en un lugar libre. A mi lado estaba una mujer muy gorda, con su estómago totalmente abierto. Sonrió y me mostró sus dientes todavía llenos de restos de comida.

- ¿De qué te moriste, lindo? - preguntó
Yo la miré. No tenía ganas de hablar y mucho menos con esa asquerosa mujer. Se adivinaba la razón de su condena, una voraz gula. Ella no se resignaba a mi silencio. Quería hablar, como si el sonido de su propia voz la serenara.

- Yo me morí de tremendo ataque de peritonitis - dijo riéndose -. Comí tanto que quedé así, cuando los médicos quisieron salvarme, no pudieron hacer nada. Pensar que yo era muy flaca...
La curiosidad pudo más. La miré, interrogante.
- Cuando me casé pesaba a gatas cincuenta kilos. Al principio mi marido era un hombre muy dulce y me colmaba de atenciones, pero un buen día, algo comenzó a funcionar mal entre nosotros. Empezó a alejarse y yo me desesperé. Llegué a extremos. Lo hice seguir por un detective.

No pude evitar una sonrisa. Ella también sonrió, aunque con algo de tristeza.

- Descubrió lo que ya sospechaba. Me engañaba con una mujer corpulenta. Grandota y grasienta, con piernas como columnas del Partenón.

Esa misma noche le tiré las fotos en la cara. Él sonrió y me dio las gracias. Yo misma le había hecho tomar la decisión de dejarme. Armó su valija y me dejó, llorosa y suplicante. Lloré diez días sin parar. No me bañaba y comencé a devorar vorazmente todo lo que caía en mis manos. Inconscientemente quería parecerme a ella. Mis padres estaban destrozados. Trataban de hacerme entender que mi marido no iba a regresar, que no me lastimara. Comencé a engordar, era imparable. Por más que no comiera nada, seguía engordando. Me había convertido en un globo aerostático, un elefante blanco. Una de las pocas veces que salí a la calle, me crucé con ellos. Ella había bajado de peso, estaba delgada y a mi lado parecía hermosa. Me había convertido en una gorda patética.

Detuvo su monólogo para tomar aire. Toda su historia la contó prácticamente sin detenerse.

- Que ironía - dije - morirse de peritonitis y de amor.
Ella me miró y sus ojos brillaron aún más.
- Es cierto, me morí de amor.
En su voz había orgullo. Cruzó sus brazos sobre el abdomen abierto y se acomodó mejor. Parecía que mi descubrimiento la había hecho feliz.

La voz de Caronte resonó en mi cabeza.
- "Estamos llegando"- dijo - "Debes buscar a Morgana muy cerca de la Gran Señora".
No sabía como hablarle, así que pensé la pregunta y lo miré a los ojos.
- "¿Quién es la Gran Señora?".
- "La Gran Señora es eso a quién ustedes llaman el Diablo, ¿o no sabés que el diablo es una mujer hermosa?
No pude evitar una sonrisa y por un segundo creí que él sonreía también.
- "No esperes más ayuda de mi parte. Nada más puedo hacer por ustedes".
- "Gracias. Tu ayuda fue muy valiosa".

Él nada respondió, me dio la espalda. Comencé a mirar a mi alrededor, a observar a mis compañeros de viaje. Vi a un ladrón, dos asesinos, un ejecutivo encopetado que había muerto de un ataque al corazón en plena reunión de directorio. En realidad, la única que no merecía ir al infierno era esa pobre mujer patética, obsesionada y autodestructiva.

Las luces se hicieron un poco más brillantes. Era fría, muy dura. Lastimaba los ojos. En realidad me lastimaba a mí a pesar de los lentes. El resto no se daba cuenta de nada. Todos estaban algo agitados, como presintiendo la llegada a destino. El vagón se detuvo suavemente en una plataforma muy blanca y helada.
Reí para mis adentros. El Dante nos había mentido, increíble que el infierno fuera así. Parecía un hospital. Todo lleno de azulejos y frialdad. Cuando hablaba, el vaho que despedía tenía cuerpo. Ningún fuego, solo un frío que te taladraba hasta el cerebro. Poco a poco fuimos bajando del vagón. Traté de quedar último, así pasaría desapercibido.

Uno con traje de las SS hacía el recuento de los pasajeros. Fueron pasando lista. Todos respondieron a sus nombres mortales y fueron saliendo por una puerta color azul. Quedé el último. El SS me observó un buen rato. Caronte salió en mi defensa. En realidad nunca supe a ciencia cierta de que hablaron. El siniestro SS rió un buen rato y me franqueó la entrada.

- Pasá, a los locos nunca hay que negarles nada.
Estaba tan feliz que no me importó su comentario. Entré a una gran sala color gris. En el fondo se levantaba una gran tarima. Grandes grupos estaban dispersos por toda la sala. No sabía que hacer, preferí quedarme solo. Pronto, mi compañera de viaje se acercó y tomó mi brazo.

- Vení, estas solo. Quedate con nosotros.
Los asesinos se miraron entre ellos. Dos grandes agujeros de balas les había abierto la cabeza y el abdomen.
- ¿Qué le pasó a tus ojos? No brillan como los nuestros... - preguntó ella, reparando en ese instante. La entrada de la Gran Señora me evitó responderle. Menos mal, no sabía que decir.

Su entrada fue roncanrrolera. Casi se podía oír la orquesta tocando "Así hablaba Zaratustra". No pude evitar una sonrisa. El piso de la tarima se abrió en dos y apareció la "Gran Señora". Parecía una jovencita beatnik de los años '60. Un traje negro y un suéter de cuello alto. El cabello, negro, largo, espeso, le llegaba al hombro. Sus ojos eran color ámbar con pupilas muy dilatadas. Estaba rodeada de mujeres, todas iguales. Su guardia de corps supuse.

Levantó los brazos, exigiendo atención. Todos la miramos. Tenía un rostro que quitaba el aliento. La perfección de sus rasgos era sobrenatural. Definitivamente, el ángel más hermoso del cielo.

- Algunos estuvieron toda su vida trabajando para este momento. Consciente o inconsciente. Unos escépticos, otros convencidos. Bueno amigos, sean bienvenidos al Infierno.

Nadie respondió. No hubo aplausos ni emoción alguna. Era como si hablara con un grupo de muñecos.

- Cada uno tiene su condena. Cada cual debe pagar por lo que hizo. Pero acá no hay calderos hirviendo, ni nada que se le parezca. Solo lo que más odian, lo que más teman. Y así, por toda la eternidad.

La multitud se estremeció. Vi la expresión de los ladrones, ambos se tomaron de las manos, como queriendo impedir que los separen. La mujer gorda se estremeció. El ejecutivo movió la cabeza, como negando lo obvio.

La Gran Señora hizo un gesto con la mano y varios demonios menores entraron a la sala. Iban tomando a cada uno de los condenados y los guiaban hasta unas puertas que se abrieron en los costados de la sala.

Gritos, súplicas, corridas. Parecía que recién ahora se daban cuenta de lo que realmente pasaba, que estaban en el Infierno y que no había retorno.

Una mano me tomó del brazo. Enseguida la reconocí. Vi sus uñas largas y cuidadas y la voz acariciante.

- ¡Hola, amor! Viniste... recibiste mi mensaje. ¡Por favor, no te des vuelta a verme! Debemos escaparnos lo antes posible.

Tuve que reprimirme para no destrozarle la boca a besos. Con un esfuerzo sobrehumano continué mirando hacia delante. Caminé ciegamente hacia la puerta. Su perfume me enloquecía. Necesitaba verla, de cualquier manera. Volteé apenas, ella clavó sus uñas en mi brazo.

- ¡No! Hasta que lleguemos a un lugar seguro debemos disimular.
Salimos, ella iba conmigo y era lo único que me interesaba. Nada más me importa. Era feliz. Llegamos al andén. Le pregunté sin mirar.
- ¿Morgana, como salimos de aquí?
- Debemos huir por el túnel del subte antes que alguien nos vea.
- Pero... Caronte.
- Él nunca dirá nada.
Lo miré, buscando su aprobación. Él me observó con sus ojos vacíos y su cara de granito.

El vagón no estaba. Las vías estaban libres. Decidimos bajar y correr por las vías hasta llegar hasta la estación Catedral. El plan era un poco descabellado, pero tenía tanta necesidad de ella que no me detuve a pensar nada. Comenzamos a correr de la mano. Sentí la calidez de su palma y su respiración agitada cerca de mí. Corrimos desesperados no sé cuanto tiempo. La luz todavía se veía muy lejana. Ella me animaba con suaves apretones a mis dedos. Y su perfume, intoxicante. Quise volverme un par de veces para verla, pero ella me lo impidió con voz perentoria.

- ¡No! Debemos estar seguros.

La luz estaba ya muy cerca. A escasos pasos. Pero sentía que la mano de Morgana se hacía más pesada y que no corría con tanta velocidad. Su respiración era dificultosa, se movía con menos agilidad.

- ¿Morgana, que pasa?

No respondió. Me alarmé. Tenía miedo que algo le pasara. Estabamos muy cerca de huir, realmente había sido demasiado fácil. Demasiado. Me detuve. Su mano era gruesa y sus dedos no eran finos y afilados. No pude más y me volví a mirarla... No era Morgana, era la mujer gorda!!!

- Sigamos - me instó ella -. Nos falta poco.

Hice un gesto de asco y la solté, ella comenzó a seguirme con paso elefantino y los brazos extendidos. Enredé mi pie en un durmiente y me golpeé.

Desperté en una cama de hospital. Me levanté con cuidado. Estaba atontado y con mucho frío. Me acerqué a la ventana con barrotes y en la que faltaban algunos vidrios vi a Morgana y a su padre hablando en jardín sórdido y mal cuidado. Cerca de ellos se veían hombres harapientos, sucios. Algunos reían con sonrisa idiota, otros sentados al sol no hablan, solo se limitaban a mirar fijo hacia adelante.

- ¡¡¡Morgana!!! - grité, asomándome por un agujero.

Hubo alarma en el jardín. Algunos hombres vestidos de blanco corrieron. Recién allí me fije en la ropa de Morgana y su padre, iban vestidos con largas batas blancas de doctor. Segundos más tarde irrumpieron en la habitación. Me tomaron de los brazos y me tiraron sobre la cama, sujetaron los brazos a los lados y me aplicaron una inyección. Los siguió el padre de Morgana y ella misma. Entré en un sopor, lo que no impidió oírlos hablar de "mi historia".

- Aquí tenemos al doctor Juan Hierro, paranoico, esquizo, con manía de persecución. Lo encontramos hace casi un año en las vías de la estación Catedral, desmayado.

Me moví inquieto en la cama, quería hablar con ella. Morgana les explicaría de su error. Solo pude decir incoherencias.

- Vamos - dijo ella - parece que lo ponemos nervioso.

Intenté suplicarle que no se fuera, pero inútil. Dejaron la habitación todos juntos.
Finalmente me dormí con esos sueños pesados que dan los narcóticos.
Igualmente la veo entrar, bellísima, blanca y desnuda. Ella siempre vuelve... disimula ante todos... que importa que crean que estoy loco y que me aten y me droguen si la tengo. Es un precio muy bajo por su amor. Yo volví del infierno (¿o aún estoy en él?).

-Ven desde el fatal sueño del deseo
ven a mis sueños...
...estoy esperándote.